martes, 22 de mayo de 2012

Organillo del crítico por Juan Antonio Vizcaíno





1.

La palabra Poética poietiké deriva del verbo poien, que significaría algo así como “ayudar a hacer”. En este significado del título de su obra se trasluce la intención del trabajo crítico de Aristóteles. El filosofo escribió su Poética, pues, con la intención de mejorar un teatro en plena decadencia. Desde que en el 315 a.c. se suprimieron las coregías (los productores privados), pasando a ser el Estado quien asumía la producción (y por tanto la selección de las obras) de los grandes festivales teatrales de Atenas, el teatro y sus autores se vio resentido. De los autores trágicos de la segunda mitad del S. IV, y de todo el helenismo, sólo nos ha llegado el nombre del crítico.
Aristóteles no escribió la Poética con la intención de sentar unas reglas, para dogmatizarlas, sino más bien con la intención de orientar y educar el gusto de los espectadores, y de analizar científicamente el hecho teatral para ayudar a los artífices del teatro a realizar mejor su tarea, dándoles consejos de cómo lograr sus objetivos, o como esquivar sus posibles errores.
El crítico teatral debe escribir con la misma intención y devoción que Aristóteles, para orientar al público en sus gustos y ayudar a mejorar el trabajo de los autores, actores, directores y cuantos oficios se vuelcan en un espectáculo. El crítico ha sido designado para diferenciar la mena de la ganga, para separar el grano de la paja.

2.

Aunque suene a paradójico, el crítico es un miembro del público que se levanta y toma -por escrito- la palabra. El crítico debe tener una formación técnica profunda del teatro, mejor cuanto más amplia, y a la vez debe poseer habilidad para escribirla y condensarla en treinta líneas como máximo.
El crítico debe ser tan experto y especialista, como buen aficionado. Hay que amar el teatro para poder ponerse a su servicio desde la crítica. No es la crítica un instrumento que da poder al que la ejerce, sino un vehículo para que la causa teatral se fortalezca, valiéndose de las cualidades del periodista.
La crítica siempre ha de ser funcional. El crítico elogia o critica con la intención de advertir e informar a sus lectores de lo que puede encontrarse en cada teatro.
A mi parecer es bueno (no indispensable) que el crítico haya formado parte de todas las profesiones posibles dentro del teatro, eso le aportará un conocimiento interno mucho más rico del hecho teatral. Pero, en tanto que la crítica se interpreta públicamente como el juicio de un espectáculo, no parece muy recomendable ser juez y parte al mismo tiempo, porque puede restar credibilidad al crítico. Los intereses del crítico deben ser única y exclusivamente los del público, de quien es portavoz por oficio.
Las críticas forman parte del proceso teatral, sobre todo porque ayudan a difundir el espectáculo criticado en los periódicos, una ambición que no desdeñan jamás los mismos artistas.
El crítico no es un representante de la prensa que se infiltra en los estrenos, el crítico es un agente del teatro infiltrado en los periódicos.
El crítico no es -en estos tiempos de Internet y correo electrónico- un animal de redacción, sino que lleva en su persona la redacción de un periódico hasta las plateas de los anfiteatros.
El teatro es un arte comprometido con el presente. Así lo pensaba Jean Louis Barrault, así deberían entenderlo los autores, productores y directores de nuestro tiempo. El arte más vivo y más humano (el que comenzó a distinguirnos completamente de los animales) no puede habitar en el pasado.
En la crítica teatral se da crónica no sólo de las vicisitudes de un arte, sino de la vida, de la sociedad en la que vivimos. Escribir una crítica teatral es como ser columnista de opinión, siempre se está hablando y comentando el tiempo presente, la parte más paradójica de la noticia que encierra cualquier arte periodístico.
La crítica es un arte teatral. El mejor crítico lleva dentro siempre un escritor o un poeta. A la vez que maneja los conceptos y argumentos de la razón crítica, debe tener la habilidad sensual de un literato, que hace visualizar al lector las facetas plásticas y emocionales que conlleva una buena representación teatral.
Un buen crítico puede y debe influir en la evolución del teatro, e incluso ayudar al público a disfrutar más con la representación teatral, desvelándole claves secretas que la obra encierra. Y si un crítico se toma su oficio con mucho entusiasmo, también puede llegar a ser responsable de que acuda mucha más gente al teatro, y el público (destinatario natural de este viejo y obstinado y persistente arte) sea el que salga ganando.

3.

LAS ESCLAVITUDES DEL CRÍTICO
El crítico es un esclavo del teléfono, cordón umbilical que le une con el organismo madre de la redacción del periódico, y con las oficinas de prensa de los teatros.
El crítico es esclavo de los taxis o del Metro para poder estar puntualísimamente en el teatro de turno, a pesar del imprevisible atasco cotidiano. El crítico es por tanto, también un esclavo del reloj, instrumento indispensable, -más que el bolígrafo- para computar los tiempos de la representación.
El crítico es esclavo de la vestimenta. Vestirse para ciertos estrenos es tan laborioso como asistir a un acto diplomático en una Embajada. La vestimenta del crítico no lo define a él como persona, sino a su periódico, que es a quien representa. El talón de Aquiles del crítico está en su calzado. Son mejores unos botines que unas sandalias. ¿Se imaginan cuanta venganza teatral podría consumarse a golpe de taconazos sangrientos?
El crítico es un esclavo de las colas de las taquillas. Recoger entradas, hasta cinco veces a la semana, puede llegar a convertirse en un helador infierno, si tenemos en cuenta que la temporada alta suele coincidir con los fríos del otoño y del invierno.
El crítico es esclavo de las butacas de las diferentes salas. El crítico es un tasador exquisito de cuáles son los asientos más confortables o insoportables de la ciudad. En Madrid, por ejemplo, todos estamos de acuerdo en que las altas butacas de cuero negro del Centro Cultural de la Villa, deberían ser reglamentarias en todos los teatros.
El crítico es esclavo de los caramelos. Las bolitas de anís son las más discretas, porque como no tienen papel, no hacen ruido a la hora de tragarlas, algo impropio de un crítico, más bochornoso aún, que te suene el teléfono móvil, con la representación en marcha. Los caramelos (con su riquísimo y extenso repertorio) endulzan el tedio de tantas tardes de teatro tan aburridas como amargas.
El crítico es un esclavo de la simetría polimétrica de escribir y calibrar un espectáculo, al mismo tiempo que sus colegas lo están haciendo en sus respectivos periódicos. En este sentido, las críticas se escriben a ciegas, sin saber qué pronunciamiento tomarán los compañeros, y si habrá entre todos acuerdo o disidencia. Este factor inevitable, añade vértigo y excitación al oficio.
El del crítico es un oficio de relativo fácil acceso. No hay demasiada competencia. No hay muchos dispuestos a soportar toda la presión a que se somete el crítico, y las enemistades que le nacen espontáneamente como setas venenosas. Para la mayoría de la profesión teatral, el oficio de crítico es como el de verdugo, el más indeseable.
Aunque, tengo que reconocer que esta superstición también me ha permitido llegar a ser crítico, y poder estar aquí con ustedes esta tarde.

Madrid, 25 de Junio de 2003

* Aristóteles reunió todo su saber en el Teatrón, que bautizó con ese nombre, que significa instrumento para pensar.
Instado por los organizadores del XIII Seminario Internacional “Teatro, prensa y Nuevas tecnologías”, (en el que se leyó esta ponencia en la Casa de América,) a realizar una suerte de Poética de la crítica teatral en los diarios madrileños del tercer milenio, no pude más que tomarme el encargo con cierto humor, dada su desmesura. Apoyándome en el título que Bertolt Brecht le dio a su Poética teatral antiaristótélica: Pequeño Organón para el teatro, (que ha sido la más influyente del Siglo XX); y valiéndome del máximo casticismo madrileño posible, decidí titularla irónicamente “El organillo del crítico”.
La ponencia consta de tres partes: una primera dedicada a las aportaciones de Aristóteles, (mal comenzaría un boceto de Poética, si no se inicia comentando al fundador de la teoría teatral); una segunda más brechtiana, con aforismos acerca de la naturaleza del crítico teatral; y una tercera, con título propio: “Las esclavitudes del crítico”, que quiere ser un humilde homenaje ramoniano al inventor de la greguería, que tanto luchó e intervino en la pasión del teatro, que hoy felizmente nos sigue carcomiendo.

Juan Antonio Vizcaíno

martes, 8 de mayo de 2012

Caminos y retablo


Wolokolamsker Chaussee (Camino de Wolokolamsk) I. Apertura Rusa. De Heiner Müller. Dirección: Tojo De Paz. Espacio e iluminación: Blanca Bescós. Floristería: Zony Gómez. Elenco: Rodrigo de la Calva, Santy Portela, Juanma Rocha y Carlos Guerrero.
La cabeza del bautista. De: Ramón María del Valle Inclán. Dirección: Raúl Rodríguez. Diseño de escenografía: Alberto Desiles. Construcción y acabados de escenografía: Silvia Romero, Leticia Castañeda y Lizeth Segura. Diseño de vestuario: María Arévalo. Confección de vestuario: Arancha Rodrigalvarez. Diseño de iluminación: Pau Ferrer. Diseño de cartel: Ania Swiatlowska (Grafaktura). Elenco: Eva Manjón, Marcos García Barrero, Daniel Fuentes, Pablo de la Chica, Pepe Higes, Juan Portillo, Lizeth Segura. Músicos: Cristian Torres, Juanjo Molina, Fernando Cañego.

Los días 12 y 13 de abril pudimos ver en las salas Valle Inclán y García Lorca de la R.E.S.A.D. dos obras, de Valle Inclán y de Heiner Müller, La cabeza del bautista y El camino a Wolokolamsk I: Apertura rusa, respectivamente dirigidas por los jóvenes estudiantes Raúl Rodríguez y Tojo de Paz.
 Un trocito del camino
  El texto elegido por Tojo de Paz habla sobre el miedo y su consecuencia directa: la violencia. Es el primer tramo de El camino a Wolokolamsk, compuesto por Apertura rusa, Bosque cerca de Moscú, El duelo, Centauros y El Expósito. Como estaba en la intenciones del dramaturgo Heiner Müller, lo importante es mostrar, revelar las atroces energías que estructuran los actos humanos. Para ello no es necesario lanzar una tesis directa, ni componer una figuratividad complaciente con las expectativas del público. La poesía enérgica de Müller lo dice todo sin decirlo, es una traumatología que ejercita escénicamente la enfermedad moral de la sociedad. Y con ello tal vez la destruye, como una vacuna. El director ha sabido trasladar esta poética al escenario, valiéndose de un espacio desnudo, casi-vacío, con el teatro al descubierto. Mediante una acertada asignación de las intervenciones, que en el texto del dramaturgo –estructurado como poema dramático– aparecen indiferenciadas. La obra cuenta la angustiosa espera del ejército ruso cerca de Moscú ante la llegada de las tropas alemanas. “Berlín a dos mil kilómetros, Moscú a ciento veinte”. En el texto una sola voz expone la violencia, la angustia y la presión que genera la inminente llegada del enemigo. Pero esa voz se divide en otras, para crear imágenes ejemplares de lo que sienten los soldados, sus relaciones entre ellos y con la sombra de la muerte. Tojo de Paz ha sabido crear tres personajes, los Soldados, que se mantienen con buen criterio por detrás del Comandante, marcando claramente el rango superior de éste, respecto a la jerarquía militar y también al nivel meta-teatral, narrativo, que ejerce. Por cierto, el actor afronta este difícil trabajo de exposición, a la vez que mantiene (incluso va en aumento) el poder inquisitivo, sugestivo, de las desgarradas palabras de Müller, sin caer en el sentimentalismo. Los tres soldados, en otro registro, resultan frescos y naturales. Es posible que, por la excesiva distancia entre ellos, las relaciones espaciales se difuminen. Ciertos detalles resultan deliciosos, pero en general, un espacio tan despojado de artificio, requeriría una gran interacción entre ellos, a favor de la unidad escénica. Pese a todo, la coreografía resulta satisfactoria y las convenciones bien usadas. Los bruscos giros emocionales que el texto provoca en el lector han sido trasladados a la escena. Cuando parece que el Comandante se apiada del soldado, lo parece de verdad. El paso entre la fugaz idea de compasión, escenificada como una imagen posible, y la realidad, el fusilamiento, funciona impecablemente. No hace falta más. Una sobria y apropiadísima iluminación, junto con una discreta escenografía compuesta por flores y un mural, aportan la elegancia visual que acompaña a la palabra. El poema nos sitúa incluso en el punto exacto donde los soldados esperan la llegada del ejército alemán, por el estribillo del poema “Berlín a dos mil kilómetros, Moscú a ciento veinte”. Y nos quedamos con la idea, sin que nos sea dicha: el mal se reproduce, se contagia, el miedo hace de medio, de ahí el anagrama.
Un trocito del retablo 
  Valle Inclán llevado a escena siempre es un reto de altos vuelos. La gran duda existencial no es to be or not to be, sino decimos la acotación o no la decimos. Raúl Rodríguez ha decidido que se diga. Y nos parece bien: to be. Lo hace Don Igi, fuera de su personaje y antes de entrar en él y guarecerse detrás de la barra de su tabernilla. El verbo de Valle siempre es bien recibido y en este caso no desentona, presenta la escena y conecta con el sabor agri-dulce y melancólico de esta pieza, perteneciente al Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte y subtitulada por el maestro gallego: “melodrama para marionetas”. Entre las cinco obras (Ligazón, La rosa de papel, El embrujado, La cabeza del bautista y Sacrilegio) es la que posee menos componentes mágicos. Pero la fuerza irracional del destino, presente en todo el mundo mítico del autor gallego, se desvela a través de la trama y su personajes. Esa fecunda mujerona, La Pepona, atractiva y orgullosa, perfectamente encarnada por la actriz, resalta sobre el colorido lienzo de luces y sombras que el director ha conseguido dar a la escena. Los billares, los mozos, los cantares y esa famosa “luz de acetileno” valleinclanesca están presentes. El Jándalo, que regresa de las Américas con sus dejes y acentos propios, logra la adecuada caracterización canallesca y tabernaria, contrapunteando el folclore de la ronda gallega. Se introduce en segundo plano a La Pepona cavando el hoyo en el huerto de limoneros, donde enterrarán al Jándalo. El juego con la pantalla de fondo, que presenta la enorme sombra de la mujer con la pala y la gran luna como motivo que mueve a la lujuria, le otorga al montaje la altura visual del retablo. Echamos de menos un mayor protagonismo del gato, que en el texto conspira en segundo plano, susurrando en el oído de Don Igi, inspirando demoníacamente su impulso criminal. Las canciones, entre las que se han incluido dos de soniquete galaico, cantadas en tierno galleguiño por La Pepona, nos parecen un acierto. Fomentan el encuentro entre esos dos mundos de la América y la Galicia, que al chocar crea la melodía melodramática del amor trágico y la muerte en el temerario Jándalo. Así, el sorprendente desenlace y cambio de rumbo en los sentimientos de la mujeruca gallega, se alcanza en un climax de emoción esperpéntica, medio verdadera medio grotesca. Además de gritar La Pepona eso de “¡Vida, sácame de este sueño!”, mientras besa el cadáver, termina cantando –muy aceptablemente– la cancioncilla, mientras el oscuro se hace lentamente.

Fabricio Barreiro