Casa de citas para Torrente Ballester
Verdaderamente, pocas cosas conozco tan excitantes y, en cierto modo, tan reconfortantes, como la descripción que hoy hacen los científicos de ese proceso incógnito en que se engendra la obra poética: seductor por el silencio, fascinante por la oscuridad, inquietante por la ignorancia en que vive quien lo padece: ese artista o poeta que se mantiene al margen o en la inopia hasta que, al fin, estalla como una de esas estrellas que lo hacen en las zonas más remotas del espacio infinito con derroche de luz y de catástrofes cósmicas. Pero, hasta entonces, ¡qué recato el del germen! ¡qué pudor, escondido no se sabe aún si en un rincón del alma o del cuerpo, acaso en el bisel en que ambos coinciden, que a lo mejor no es bisel, sino el punto abstracto en que se encuentran dos ángulos y se aman, váyalo usted a saber! Lo que sí es indudable es que ese germen, del color de un topacio un poco claro según los últimos descubrimientos, desde el lugar en que yace agazapado, envía unos a modo de tentáculos sutiles con los que va agarrándose a lo más próximo, carne, espíritu o sangre, es igual, y allí crece y se insinúa hasta colarse por las cuencas de las venas y las reconditeces de las células, multiforme o informe, según se mire, pero grandioso y complicado, y tan capaz de dominio, que llega a apoderarse del sujeto paciente, a hacerlo suyo y poseerlo, ante la estupefacción del que ignora que tan sigilosa marcha se esté tramando en su interior: y cuando estalla, conforme acaba de indicarse, apoteosis o epifanía, teofanía (sospechable) algunas veces, el poeta se encuentra en estado similar al de aquellas mujeres favorecidas de los dioses con su amor y su simiente, madres de héroes destinadas a nominar constelaciones, y la similitud de tales embarazos justifica la equiparación final de la obra poética con Hércules o con los Dióscuros, lo cual la sitúa muy favorablemente en el camino que conduce a la mitología, si bien los hombres de ciencia se desesperan ante semejantes recorridos e intenten reducirlos a términos de mera psicología. ¡Pues ya se pondrán de acuerdo alguna vez, si quieren!
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Les sucede a todos los inventores de ficciones: que su pro-puesta, que su oferta, va siempre hacia clientes limitados. Pasa como con las hortalizas: hay quien le gustan los tomates, quien prefiere los ajos. El ajo y el tomate, sin embargo, ahí están. Y el que ajos come, a cambio de mantener la sangre pura, tiene que soportar un incómodo aliento (para los otros), al menos mientras no se consigan los ajos inodoros, tras los que andan los más progresistas de los horticultores. Pero, ¿no sucederá que, perdido el hedor, se queden sin las otras cualidades? Es una lata, no hay quien lo entienda, pero lo bueno y lo malo andan siempre tan juntos que parecen uno y lo mismo.
(La isla de los Jacintos Cortados, Prólogo)