martes, 8 de mayo de 2012

Caminos y retablo


Wolokolamsker Chaussee (Camino de Wolokolamsk) I. Apertura Rusa. De Heiner Müller. Dirección: Tojo De Paz. Espacio e iluminación: Blanca Bescós. Floristería: Zony Gómez. Elenco: Rodrigo de la Calva, Santy Portela, Juanma Rocha y Carlos Guerrero.
La cabeza del bautista. De: Ramón María del Valle Inclán. Dirección: Raúl Rodríguez. Diseño de escenografía: Alberto Desiles. Construcción y acabados de escenografía: Silvia Romero, Leticia Castañeda y Lizeth Segura. Diseño de vestuario: María Arévalo. Confección de vestuario: Arancha Rodrigalvarez. Diseño de iluminación: Pau Ferrer. Diseño de cartel: Ania Swiatlowska (Grafaktura). Elenco: Eva Manjón, Marcos García Barrero, Daniel Fuentes, Pablo de la Chica, Pepe Higes, Juan Portillo, Lizeth Segura. Músicos: Cristian Torres, Juanjo Molina, Fernando Cañego.

Los días 12 y 13 de abril pudimos ver en las salas Valle Inclán y García Lorca de la R.E.S.A.D. dos obras, de Valle Inclán y de Heiner Müller, La cabeza del bautista y El camino a Wolokolamsk I: Apertura rusa, respectivamente dirigidas por los jóvenes estudiantes Raúl Rodríguez y Tojo de Paz.
 Un trocito del camino
  El texto elegido por Tojo de Paz habla sobre el miedo y su consecuencia directa: la violencia. Es el primer tramo de El camino a Wolokolamsk, compuesto por Apertura rusa, Bosque cerca de Moscú, El duelo, Centauros y El Expósito. Como estaba en la intenciones del dramaturgo Heiner Müller, lo importante es mostrar, revelar las atroces energías que estructuran los actos humanos. Para ello no es necesario lanzar una tesis directa, ni componer una figuratividad complaciente con las expectativas del público. La poesía enérgica de Müller lo dice todo sin decirlo, es una traumatología que ejercita escénicamente la enfermedad moral de la sociedad. Y con ello tal vez la destruye, como una vacuna. El director ha sabido trasladar esta poética al escenario, valiéndose de un espacio desnudo, casi-vacío, con el teatro al descubierto. Mediante una acertada asignación de las intervenciones, que en el texto del dramaturgo –estructurado como poema dramático– aparecen indiferenciadas. La obra cuenta la angustiosa espera del ejército ruso cerca de Moscú ante la llegada de las tropas alemanas. “Berlín a dos mil kilómetros, Moscú a ciento veinte”. En el texto una sola voz expone la violencia, la angustia y la presión que genera la inminente llegada del enemigo. Pero esa voz se divide en otras, para crear imágenes ejemplares de lo que sienten los soldados, sus relaciones entre ellos y con la sombra de la muerte. Tojo de Paz ha sabido crear tres personajes, los Soldados, que se mantienen con buen criterio por detrás del Comandante, marcando claramente el rango superior de éste, respecto a la jerarquía militar y también al nivel meta-teatral, narrativo, que ejerce. Por cierto, el actor afronta este difícil trabajo de exposición, a la vez que mantiene (incluso va en aumento) el poder inquisitivo, sugestivo, de las desgarradas palabras de Müller, sin caer en el sentimentalismo. Los tres soldados, en otro registro, resultan frescos y naturales. Es posible que, por la excesiva distancia entre ellos, las relaciones espaciales se difuminen. Ciertos detalles resultan deliciosos, pero en general, un espacio tan despojado de artificio, requeriría una gran interacción entre ellos, a favor de la unidad escénica. Pese a todo, la coreografía resulta satisfactoria y las convenciones bien usadas. Los bruscos giros emocionales que el texto provoca en el lector han sido trasladados a la escena. Cuando parece que el Comandante se apiada del soldado, lo parece de verdad. El paso entre la fugaz idea de compasión, escenificada como una imagen posible, y la realidad, el fusilamiento, funciona impecablemente. No hace falta más. Una sobria y apropiadísima iluminación, junto con una discreta escenografía compuesta por flores y un mural, aportan la elegancia visual que acompaña a la palabra. El poema nos sitúa incluso en el punto exacto donde los soldados esperan la llegada del ejército alemán, por el estribillo del poema “Berlín a dos mil kilómetros, Moscú a ciento veinte”. Y nos quedamos con la idea, sin que nos sea dicha: el mal se reproduce, se contagia, el miedo hace de medio, de ahí el anagrama.
Un trocito del retablo 
  Valle Inclán llevado a escena siempre es un reto de altos vuelos. La gran duda existencial no es to be or not to be, sino decimos la acotación o no la decimos. Raúl Rodríguez ha decidido que se diga. Y nos parece bien: to be. Lo hace Don Igi, fuera de su personaje y antes de entrar en él y guarecerse detrás de la barra de su tabernilla. El verbo de Valle siempre es bien recibido y en este caso no desentona, presenta la escena y conecta con el sabor agri-dulce y melancólico de esta pieza, perteneciente al Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte y subtitulada por el maestro gallego: “melodrama para marionetas”. Entre las cinco obras (Ligazón, La rosa de papel, El embrujado, La cabeza del bautista y Sacrilegio) es la que posee menos componentes mágicos. Pero la fuerza irracional del destino, presente en todo el mundo mítico del autor gallego, se desvela a través de la trama y su personajes. Esa fecunda mujerona, La Pepona, atractiva y orgullosa, perfectamente encarnada por la actriz, resalta sobre el colorido lienzo de luces y sombras que el director ha conseguido dar a la escena. Los billares, los mozos, los cantares y esa famosa “luz de acetileno” valleinclanesca están presentes. El Jándalo, que regresa de las Américas con sus dejes y acentos propios, logra la adecuada caracterización canallesca y tabernaria, contrapunteando el folclore de la ronda gallega. Se introduce en segundo plano a La Pepona cavando el hoyo en el huerto de limoneros, donde enterrarán al Jándalo. El juego con la pantalla de fondo, que presenta la enorme sombra de la mujer con la pala y la gran luna como motivo que mueve a la lujuria, le otorga al montaje la altura visual del retablo. Echamos de menos un mayor protagonismo del gato, que en el texto conspira en segundo plano, susurrando en el oído de Don Igi, inspirando demoníacamente su impulso criminal. Las canciones, entre las que se han incluido dos de soniquete galaico, cantadas en tierno galleguiño por La Pepona, nos parecen un acierto. Fomentan el encuentro entre esos dos mundos de la América y la Galicia, que al chocar crea la melodía melodramática del amor trágico y la muerte en el temerario Jándalo. Así, el sorprendente desenlace y cambio de rumbo en los sentimientos de la mujeruca gallega, se alcanza en un climax de emoción esperpéntica, medio verdadera medio grotesca. Además de gritar La Pepona eso de “¡Vida, sácame de este sueño!”, mientras besa el cadáver, termina cantando –muy aceptablemente– la cancioncilla, mientras el oscuro se hace lentamente.

Fabricio Barreiro

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