El otro día salí a dar un paseo, aprovechando el cese de las lluvias y los calentadores rayos de sol, y sin saber muy bien por qué, movida por algún tipo de fuerza, me puse en marcha hasta llegar al Parque del Retiro. Una vez allí, cual sería mi sorpresa, al descubrir las decenas de casetas blancas que conforman, un año más, la Feria del Libro de Madrid y que entre acampadas en Sol y elecciones me habían pasado totalmente desapercibidas. Árboles y libros, buen lugar; pensé.
Estirando mis piernas cerca del estanque, cargada con bolsas repletas de libros, observe a un niño de pantalones cortos y pelo recortado a cazuela. Sentado en un banco, bajo la mirada atenta de su abuela, leía una de aquellas aventuras de piratas que la mayoría de nosotros leyó tiempo atrás en la infancia. Barba Azul, El pirata Patapalo o El Capitán Garfio. Cuando me alejaba entre los puestos de refrescos y obleas, apenas sin darme cuenta, vi como salió corriendo y apoyado en la baranda del lago, señalando a los patos, gritó: ¡Tierra a la vista! Aquel imberbe estaba buceando tan profundamente en su lectura que vivía aquello que leía como un realidad a pesar de que a su lado cabalgasen los caballos de la policía o una vieja pitonisa echara las cartas junto a un Spiderman despeluchado. Inocencia y juventud, divino tesoro.
Más tarde, cuando salía por una de las puertas para abandonar el parque, pensé que aquel infante no se diferenciaba en demasía de los jóvenes acampados en la Puerta del Sol. Ambos creen que aquello que leen, piensan o imaginan puede hacerse realidad y, que de alguna manera, ya lo es.
Al llegar a casa me senté en mi sofá orejero y lentamente comencé a leer.
Irene Ochoa
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