sábado, 25 de febrero de 2012

RAMÓN PÉREZ DE AYALA. "Ramón Pérez de Ayala en dos entrevistas de hacia 1920" José María Martínez Cachero




Pérez de Ayala empezó como crítico teatral comentando en la revista «Europa» (marzo de 1910) el drama Casandra, arreglo de la novela del mismo título debida a Benito Pérez Galdós. Su segunda crítica, cinco años después, apareció en el semanario «España» e iba dedicada al enjuiciamiento de El collar de estrellas, pieza original de Jacinto Benavente. Desde entonces y hasta el estreno de La honra de los hombres (2-V-1919) siguió Pérez de Ayala, atenta y rigurosamente, la actividad dramática de Jacinto Benavente, ocupándose en sus artículos así de las obras recientes, de; La ciudad alegre y confiada(1916), El mal que nos hacen (1917) o Los cachorros (1918)-, como de otras bastante anteriores -por ejemplo, La princesa Bebé (1904)-
     Da cuenta Ayala de la reacción favorable o desfavorable, del público; reconoce que Benavente, «escritor ilustre y popular», está dotado de «industrioso y habilísimo ingenio»; sitúa la producción benaventina en «una zona epicena, de transición, en donde el clima se muda arbitrariamente del calor al frío y del frío al calor, sin alcanzar nunca grandes extremos»; y considera que el talento de su autor se distingue por la elegancia -«cierta reducción de las proporciones y pulimento de las formas» - y por la versatilidad -variedad de especies dramáticas cultivadas-.
     Existían por entonces unánime asentimiento y exaltada estimación de los valores del teatro de Benavente; acaso el público y los críticos se vieran coaccionados en sus opiniones y reseñas por semejante estado de cosas. Respecto del primero se preguntaba Ayala: «¿No será quizás que el público, prevenido por la mucha nombradía del autor y temeroso de pasar plaza de ignorante, no se atreve a confesar que le fastidian un poco [las obras de Benavente]?»; en cuanto a los críticos, Ayala, uno de ellos, alude a «la coacción intelectual mediante la cual con gesto compulsivo se nos conmina a que aceptemos este teatro antiteatral como canon sumo de todos los teatros añejos, hodiernos y venturos». Prueba de ello pudieran ser ese insistente comunicante anónimo que hasta amenaza a Pérez de Ayala, o el colega que le aconseja públicamente abandone su tarea crítica.
     No existe animosidad alguna en Ayala respecto de Jacinto Benavente, y si ha salido a la palestra como voz discrepante tampoco lo ha hecho para darse a ver o señalarse distinto frente al coro unánime. Otras son, y más importantes, las miras de nuestro crítico, nunca negador absoluto y empecinado de los méritos benaventinos pues elogia Señora ama como «genuina obra dramática, de las del canon eterno» y no duda en proclamar algunas positivas (aunque para él, secundarias) cualidades de Benavente -«abundancia de verbo, elegancia de giro, riqueza de metáfora y agudeza finísima» en La ciudad alegre y confiada-, o en afirmar, un sí es no es burlonamente, que «todas ellas [las obras de Benavente] son más o menos hábiles, ingeniosas, amenas, profundas». Urge, sin embargo, hablar con claridad y exigencia.


     Decir, por ejemplo, que las dotes que posee el dramaturgo Jacinto Benavente y que fuera «obcecación o sandez» no reconocerle han sido y están siendo mal usadas ya que se ponen «al servicio de un concepto equivocado del arte dramático», concepto que lleva en la práctica a cultivar «una manera de teatro imitada de las categorías inferiores y más efímeras del teatro extranjero» ; un teatro (el de Benavente) que «no procede inmediatamente de la vida» , un teatro, por último, en el que «no hay situaciones dramáticas (...), no hay personas dramáticas, no hay caracteres.
     La no gratuita ni malévola impugnación ayalina del teatro benaventino debió de sonar como un fuerte mazazo dentro de un recinto estrecho y en conforme silencio; produjo sus más y sus menos de aceptación, complacencia e indignación. Y es que (piensa Ayala) «cuando la verdad desnuda sale por entero del pozo en donde por pudor está casi siempre escondida, se nos figura enorme, cuando no ridícula, y, a veces, hasta monstruosa». Se amplió así la nombradía de Ramón Pérez de Ayala, hasta entonces sostenida por sus versos y sus narraciones, de lo cual dan fe las entrevistas y entrevistadores asunto de este trabajo.


RAMÓN PÉREZ DE AYALA. Manifiesto dirigido a los intelectuales







Cuando la historia de un pueblo fluye dentro de su normalidad cotidiana, parece lícito que cada cual viva atento sólo a su oficio y entregado a su vocación. Pero cuando llegan tiempos de crisis profunda, en que, rota o caduca toda normalidad, van a decidirse los nuevos destinos nacionales, es obligatorio para todos salir de su profesión y ponerse sin reservas al servicio de la necesidad pública. Es tan notorio, tan evidente, hallarse hoy España en una situación extrema de esta índole, que estorbaría encarecerlo con procedimientos de inoportuna grandilocuencia. En los meses, casi diríamos en las semanas, que sobrevienen, tienen los españoles que tomar sobre sí, quieran o no, la responsabilidad de una de esas grandes decisiones colectivas en que los pueblos crean irrevocablemente su propio futuro. Esta convicción nos impulsa a dirigirnos hoy a nuestros conciudadanos, especialmente a los que se dedican a profesiones afines con las nuestras. No hemos sido nunca hombres políticos, pero nos hemos presentado en las filas de la contienda pública siempre que el tamaño del peligro lo hacía inexcusable. Ahora son superlativas la urgencia y la gravedad de la circunstancia. Esto, y no pretensión alguna de entender mejor que cualesquiera otros españoles los asuntos nacionales, nos mueve a iniciar con máxima actividad una amplia campaña política. Debieran ser personas mejor dotadas que nosotros para empresas de esta índole quienes iniciasen y dirigiesen la labor. Pero hemos esperado en vano su llamamiento, y como el caso no permite demora ni evasiva, nos vemos forzados a hacerlo nosotros, muy a sabiendas de nuestras limitaciones.
El Estado español tradicional llega ahora al grado postrero de su descomposición. No procede ésta de que encontrase frente a sí la hostilidad de fuerzas poderosas, sino que sucumbe corrompido por sus propios vicios sustantivos. La Monarquía de Sagunto no ha sabido convertirse en una institución nacionalizada, es decir, en un sistema de Poder público que se supeditase a las exigencias profundas de la nación y viviese solidarizado con ellas, sino que ha sido una asociación de grupos particulares, que vivió parasitariamente sobre el organismo español, usando del Poder público para la defensa de los intereses parciales que representaba. Nunca se ha sacrificado aceptando con generosidad las necesidades vitales de nuestro pueblo, sino que, por el contrario, ha impedido siempre su marcha natural por las rutas históricas, fomentando sus defectos inveterados y desalentando toda buena inspiración. De aquí que día por día se haya ido quedando sola la Monarquía y concluyese por mostrar a la intemperie su verdadero carácter, que no es el de un Estado nacional, sino el de un Poder público convertido fraudulentamente en parcialidad y en facción.
Nosotros creemos que ese viejo Estado tiene que ser sustituido por otro auténticamente nacional. Esta palabra «nacional» no es vana; antes bien, designa una manera de entender la vida pública, que lo acontecido en el mundo durante los últimos años de nuevo corrobora. Ensayos como el fascismo y el bolchevismo marcan la vía por donde los pueblos van a parar en callejones sin salida: por eso apenas nacidos padecen ya la falta de claras perspectivas. Se quiso en ambos olvidar que, hoy más que nunca, un pueblo es una gigantesca empresa histórica, la cual sólo puede llevarse a cabo o sostenerse mediante la entusiasta y libre colaboración de todos los ciudadanos unidos bajo una disciplina, más de espontáneo fervor que de rigor impuesto. La tarea enorme e inaplazable de remozamiento técnico, económico, social e intelectual que España tiene ante sí no se puede acometer si no se logra que cada español dé su máximo rendimiento vital. Pero esto no es posible si no se instaura un Estado que, por la amplitud de su base jurídica y administrativa, permita a todos los ciudadanos solidarizarse con él y participar en su alta gestión. Por eso creemos que la Monarquía de Sagunto ha de ser sustituida por una República que despierte en todos los españoles, a un tiempo, dinamismo y disciplina, llamándolos a la soberana empresa de resucitar la historia de España, renovando la vida peninsular en todas sus dimensiones, atrayendo todas las capacidades, imponiendo un orden de limpia y enérgica ley, dando a la Justicia plena transparencia, exigiendo mucho a cada ciudadano, trabajo, destreza, eficacia, formalidad y la resolución de levantar nuestro país hasta la plena altitud de los tiempos.
Pero es ilusorio imaginar que la Monarquía va a ceder galantemente el paso a un sistema de Poder público tan opuesto a sus malos usos, a sus privilegios y egoísmos. Sólo se rendirá ante una formidable presión de la opinión pública. Es, pues, urgentísimo organizar esa presión, haciendo que sobre el capricho monárquico pese con suma energía la voluntad republicana de nuestro pueblo. Esta es la labor ingente que el momento reclama. Nosotros nos ponemos a su servicio. No se trata de formar un partido político. No es razón de partir, sino de unificar. Nos proponemos suscitar una amplísima agrupación al servicio de la República, cuyos esfuerzos tenderán a lo siguiente:

1.: Movilizar a todos los españoles de oficio intelectual para que formen un copioso contingente de propagandistas y defensores de la República española. Llamaremos a todo el profesorado y Magisterio, a los escritores y artistas, a los médicos, a los ingenieros, arquitectos y técnicos de toda clase, a los abogados, notarios y demás hombres de ley. Muy especialmente necesitamos la colaboración de la juventud. Tratándose de decidir el futuro de España, es imprescindible la presencia activa y sincera de una generación en cuya sangre fermenta sustancia del porvenir. De corazón ampliaríamos a los sacerdotes y religiosos este llamamiento, que, a fuer de nacional, preferiría no excluir a nadie, pero nos cohíbe la presunción de que nuestras personas carecen de influjo suficiente sobre esas respetables clases sociales.
Como la agrupación al servicio de la República no va a modelarse un partido, sino a hacer una leva general de fuerzas que combatan a la Monarquía, no es inconveniente para alistarse en ella hallarse adscrito a los partidos o grupos que afirman la República, con los cuales procuraremos mantener contacto permanente.

2.: Con este organismo de avanzada bien disciplinado y extendido sobre toda España actuaremos apasionadamente sobre el resto del cuerpo nacional, exaltando la grande promesa histórica que es la República española y preparando su triunfo en unas elecciones constituyentes ejecutadas con las máximas garantías de pulcritud civil.

3.: Pero, al mismo tiempo, nuestra Agrupación irá organizando, desde la capital hasta la aldea y el caserío, la nueva vida pública de España en todos sus haces, a fin de lograr la sólida instauración y el ejemplar funcionamiento del nuevo Estado republicano.

Importa mucho que España cuente pronto con un Estado eficazmente constituido, que sea como una buena máquina en punto, porque, bajo las inquietudes políticas de estos años, late algo todavía más hondo y decisivo: el despertar de nuestro pueblo a una existencia más enérgica, su renaciente afán de hacerse respetar e intervenir en la historia del mundo. Se oye con frecuencia, más allá de nuestras fronteras, proclamar como el nuevo hecho de grandes proporciones que apunta en el horizonte y modificará el porvenir, el germinante resurgir ibérico a ambos lados del Atlántico. Nos alienta tan magnífico agüero, pero su realización supone que las almas españolas queden liberadas de la domesticidad y el envilecimiento en que las ha mantenido la Monarquía. Incapaz de altas empresas y de construir un orden que, a la vez, impere y dignifique. La República será el símbolo de que los españoles se han resuelto por fin a tomar briosamente un sus manos propias su propio e intransferible destino.


Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala y José Ortega y Gasset - El Sol, 10 de febrero de 1931

RAMÓN PÉREZ DE AYALA. "Contraste y perspectivismo en Ramón Pérez de Ayala" de Mariano Baquero Goyanes

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RAMÓN PÉREZ DE AYALA. Panteísmo asturiano.







¿Hay un alma española? ¿Hay una vida intelectual con caracteres propios, con unidad total y genérica sobre sus diferencias específicas? ¿Existe una suerte de grupo étnico, espiritual, neto, típico de España? Yo, enemigo de las afirmaciones rotundas y dogmáticas, no daré respuesta definitiva a tales preguntas, mas tengo para mí que no hay semejante persona psíquica española, y que esto de darle alma de una pieza a la nación, es tan aventurado como colgarle al Estado una religión positiva y única. Que las almas tienen misteriosas afinidades y parentesco, está fuera de duda; pero sus íntimos entronques, al igual del pueblo hebreo, extiéndense por el mundo todo, salvan fronteras internacionales, prescinden de políticas divisiones, que es puro convencionalismo. Para mí sería un dolor muy grande que hubiera alma española. No podría resignarme a disfrutar una parte alícuota de ese gran baldío comunal, que es el espíritu de muchas regiones.
Pueblo español, territorio español, lengua española, Nación y Estado españoles, por lo tanto; todo eso, sí. Pero alma española es imposible hallarla ni aun escudriñando lo que de semejante o parejo haya en las diferentes almas regionales. Cuando varias fuerzas oblicuas se encuentran, dan una resultante neutral; cuando chocan dos fuerzas iguales y opuestas, se anulan. Dejad que estas fuerzas parciales, desperdigadas acá y acullá, sigan su natural impulso y dirección peculiar; no tratéis de parangonarla, porque entrechocándose, se aniquilarían. Quizá el día de mañana, en virtud de inescrutables leyes históricas, se aunen en un haz de rayos que surjan de un foco con luz propia. Hasta entonces sólo es dado al observador sincero, concienzudo, desapasionado, comprobar la existencia de una gama psicológica colectiva, no de matices, sino de tonos enteros, definidos. Y no creo que se pase nadie de lince por distinguir colores diferentes dentro de los límites geográficos de nuestra España, ni peque de osado quien la divida en tres zonas: la roja, la amarilla, la verde. Tú, desconocido lector, ya sabes desde luego a qué parajes abarca cada uno de estos tres colores. Sabes que la España roja es la España meridional, la de los claveles regados con la sangre de los toros (Rubén Darío), la de los pañuelos de Manila, la del cante jondo y atavismos sangrientos, la de sangre mora {1. Es la que han visto Dumas, Theo y Amicis.}. Sabes que la España amarilla es la meseta central, la de pardas infinitudes áridas, la de eternos mares de espigas, la de adusta despotiquez, la de los místicos, la de los grandes capitanes, la del recio espíritu rancio. Sabes, por fin, que la España verde es la mía, la vertiente de las estribaciones pirenáicas que da al Cantábrico turbulento y rebelde. Pero sabes más. Sabes que arañando un poco en estos colores asoma el negro, porque hay otra España, la España negra vista por Emilio Verhaeren, ese alucinado flamenco. Mauricio Barrés ha escrito un libro en que se habla de nuestro país: se intitula De la sangre, de la voluptuosidad y de la muerte. Su autor ha visto el rojo, ha visto el negro, ha visto el amarillo y ha visto la voluptuosidad, cuyo color ignoro (y conste que he leído a Verlaine y Rimbaud). Mauricio Barrés no ha visto, en cambio, la España septentrional. Y mira por dónde, desconocido lector, yo, que abomino de las abstracciones doctrinales, he venido a caer en peligrosas generalizaciones. No des, por tanto, importancia mayor a mis palabras, y escúchame, si te place, a título de camarada que platica, no de maestro que dice.
Tu, mi querido lector (pues ya te profeso gran cariño si has sido capaz de leerme hasta aquí), has oído hablar de Taine. Yo, que le admiro casi tanto como Fray Candil, opino que en sus indagaciones críticas de carácter histórico, literario y sociológico, júntase la extraordinaria perspicacia observadora con un raro sentido filosófico y especulativo. Sólo él ha fundido en un todo completo y armónico el análisis minucioso con la síntesis total y sistemática. Su teoría de la faculté maitrene, de la raza, del momento, delmedio, de las dependencias y condiciones, depurada de exageraciones accidentales y de influencias momentáneas, ha quedado como método de investigación ineludible en trabajos de la índole de este mío. Bien quisiera hablarte, al tenor del alma asturiana, de todas esas cosas de raza, momento, &c., &c.; pero cualquiera se atreve en unas cuantas cuartillas. Altamira dice que somos libio-iberos, dolicocéfalos moderados, morenos, ortognatas y de cara ovalada. La brillante tarea de sacar deducciones de tan importantes noticias se la dejo a uno de esos señores sabios, pacientes y laboriosos. Yo sólo te hablaré del medio físico, y eso con grandes reservas, hijas de mi experiencia limitada.
Los asturianos dicen que Asturias es la Suiza de España. Yo, que sólo he visto a Suiza en estampas, me inhibo en este juicio, pero bien sabe Dios que Asturias me parece bella sobre toda ponderación. Cuanto la Naturaleza ha creado de abrupto y salvaje, de noble y prócer, de apacible y manso, de sugestivo y misterioso, encuéntrase allí repartido por mano pródiga y sabia. Hay picachos gigantes, de peña viva y formas quiméricas, que escalan el cielo como titanes, hienden las nubes con sus armas monolíticas y se pierden más allá del toldo gris del firmamento. Hay graves montañas azulinas, canas, con la nieve de muchos años, que cierran el horizonte, soñadoras en la lejanía. Hay valles deleitosos y virgilianos. Hay praderías de velludo verdor perenne, tendidas entre lindes de álamos, de robles, de nogales, entre sebes de zarzamoras, entre setos de laureles, entre bardales de madreselva. Hay ocultos regatos que runrunean decires incógnitos. Hay puras fontanas que vierten su chorro cristalino por una hoja de castaño. Hay bosques centenarios, de temerosas espesuras, llenos de recogimiento religioso, de leyenda, de encantamiento. Y hay fragancia, blanda música de esquila y melancólicos cantos campesinos, temblando a todas horas en el aire. Las casucas humildes asoman de un lado y otro entre la umbría, con su tono pardo de lino viejo, como vedija polvorienta de un gran rebaño esparcido, y a las veces el humo azuloso y diáfano sube hasta el cielo en derechura inflexible de transporte místico.
El panteísmo oriental, la aniquilación del hombre ante la naturaleza solemne, el budismo, el nirvana, explícase claramente por la influencia del medio físico. Del mismo modo la mitología escandinava, las religiones del Norte, pesimistas, dolorosas: leed a Carlyle, leed a Schopenhauer. Pues igual en Asturias. Es un medio ensoñador en que los seres todos se animan con espíritu propio, consciente y divino. En las noches encalmadas articúlanse los rumores vagos en lenguaje musical. Las nubes rojizas y amarillentas del crepúsculo se amontonan como aquel rebaño de vacas de los Vedas. Las castañas rugosas y viejas, de cráneo pelado y barbas de raíces, recuerdan a aquellos ancianos y patriarcas de los primitivos pobladores que cantaban himnos a la luz de la luna. Las vacas del país, casi siempre rojas o amarillas, de cornamenta amplia y grandes ubres, son resignadas y tristes, sesudas, pensadoras: Clarín nos ha hablado de la cordera, la vaca matrona, doctoral como una obra de Horacio. No creo pecar de hiperbólico, lector, si te afirmo que hay caballos asturianos, de alma asturiana, inconfundibles con sus semejantes; son los caballos de los curas de aldea, de los médicos de pueblo, animales llenos de apariencia, peludos, encanecidos, desengañados, que parecen sonreír amargamente con su belfo inferior caído bajo los dientes de color ocre. Y perros asturianos, famélicos y huesudos, como los perros del Señor en las encáusticas de Gadi y Memmi; esos perros de las alquerías, doctores en ciencias misteriosas, que tumbados bajo el hórreo ladran soñolientamente sin dignarse mirar al transeúnte, y por las noches aúllan venteando a la muerte. Por doquiera asoma un hondo sentimiento de pesimismo panteísta, romántico, opuesto a la clásica serenidad del mediodía.
Colocad a un hombre en ese medio, y tendréis al paisano de Asturias. Un detestable poeta del siglo XVIII, que figura en la colección de autores de Rivadeneyra, D. Francisco Gregorio de Salas, escribió:
El asturiano, cerdoso,
bajo, rechoncho y cuadrado,
forcejudo y mal formado,
es un mixto de hombre y oso;
su carácter es honrado,
hombre de bien, mas sin maña,
todo lo emprende con saña,
y son, según les inclina
su afecto a mozos de esquina,
las acémilas de España.

El sentido de esta ripiosa décima es uno de tantos lugares comunes del gran rebaño de las ideas-panurgo que corren de boca en boca sin haber trashumado por el cerebro. El individuo que en su adolescencia fue arrancado del terruño y trasplantado a diferente paraje, ¿puede ser un dato, un hecho, un indicio siquiera, para inquirir la psicología de su país natal? El campesino asturiano, el aldeano de Asturias, ni es cerdoso, ni rechoncho y cuadrado, ni está falto de maña, ni lo emprende todo con saña. El labriego de por allá es generalmente fornido y bien proporcionado de miembros, grave, meditabundo, tristón, con cierta amargura ingénita en su mocedad. Al llegar a viejos hácense maliciosos, socarrones, marrulleros, con un saco de picardías punzantes, nacidas como braza y maleza en el suelo fecundo de la tristeza regional. El Sancho Panza manchego reía con el vientre, entre regüeldo y regüeldo. Si hubiera un Sancho Panza del Norte, reiría con los ojos, aquellos ojos picaruelos y sagaces que supieron llorar la muerte de una res. Porque, por encima de todo, el labriego asturiano es panteísta, íntimamente religioso para con la madre tierra, es su esclavo, no con la servidumbre necesaria del siervo de la gleba, sino con el renunciamiento humano del amante a su querida. Ha escuchado las voces misteriosas que brotan del campo; ha sentido el cansancio de la vida cotidiana, y ha saciado la gran pesadumbre de su alma en esos cantos tan dulces, tan vagorosos, tan irónicos como los de Heine. Y de esta poderosa savia del viejo tronco asturiano, han nacido las más bellas floraciones del pensamiento artístico contemporáneo, y esos sabrosos frutos de exótico agridulce, que se dice humorismo. Han nacido Campoamor, Clarín, Palacio Valdés.
Ramón Pérez de Ayala

sábado, 4 de febrero de 2012

CLARÍN ."El solfeo" 1975, "Madrid cómico" 1897, "La ilustración española y americana" 1886





Enlaces a algunos medios donde publicaba Clarín.




CLARÍN ."La crítica y los críticos"


CLARÍN . Estudio crítico a Perez Galdós


CLARÍN. Biografía.




ALAS, LEOPOLDO (Zamora, 1852-Oviedo, 1901). Conocido por el seudónimo de «Clarín», forma con Pérez Galdós la pareja de grandes novelistas españoles del siglo XIX. Comparable a su labor de novelista es la desarrollada como cuentista, y la periodística: crítica, teoría literaria y temas políticos. Vivió en León y en Guadalajara durante la infancia, debido al cargo de Gobernador Civil que su padre desempeñó en esas ciudades; sin embargo, su persona y su obra están entrañablemente asociadas con Asturias, y aún más concretamente con la ciudad de Oviedo, a donde se trasladó en 1865, y donde estudió el bachillerato. Pasó en Madrid casi siete años, de 1871 a 1878, estudiando la carrera de Derecho, en la que se doctoró. En 1883 regreso a Asturias para ocupar en la Universidad la cátedra de Derecho Romano. Cinco años después obtuvo la de Derecho Natural.

Los años madrileños fueron provechosos en cuanto que comenzó a escribir artículos periodísticos, tanto de pensamiento filosófico y religioso, como políticos y literarios. Esta faceta de Clarín, dedicado a explorar las cuestiones sociopolíticas de su época, ha sido olvidada durante mucho tiempo (igual que la actividad paralela de Galdós). Aparte del interés en las cuestiones del día, debe recordarse que Clarín estudió en una Universidad donde los maestros más estimulantes eran los seguidores del filósofo alemán Karl Krause. La gran aportación de estos hombres, especialmente de Francisco Giner de los Ríos, fue reformar la filosofía y la enseñanza en la España del último tercio del siglo pasado. El krausismo influyó en Clarín porque avivó en él una innata inclinación idealista, orientando su vida intelectual hacia la búsqueda de un sentido espiritual y metafísico de la existencia. Clarín fue el heredero de Mariano José de Larra, en cuanto que buscaba, como el escritor romántico, un sentido racional a la vida. Ambos preceden a los modernistas en la preocupación por las formas y en el culto de la belleza.

Para entender a Clarín en cuanto a lo literario, conviene recordar que el interés intelectual, crítico, de origen krausista, da un sentido especial a sus obras; a ello se suman otros elementos de la filosofía de la época, en especial de la corriente positivista, del realismo y del naturalismo. Si el krausismo marcó el horizonte ético e intelectual del escritor, la corriente positivista del realismo y el naturalismo le proporcionó una manera de poner entre paréntesis ciertas parcelas del mundo y de examinar, valiéndose del microscopio naturalista, al ser humano de su tiempo. Las mencionadas corrientes filosófico-literarias le sirvieron de instrumento para la creación literaria, instrumento que, con la excepción de Galdós, supo utilizar en nuestra lengua mejor que nadie. El tono moralista de Alas aparece reforzado por su desengaño ante la sociedad de su época. Intentaba en sus escritos elevar el tono del discurso nacional sobre aspectos que afectaban a España y a sus habitantes, considerando como norte del cambio el ideal krausista de verdad y perfectibilidad humana. Sus artículos periodísticos y su crítica en general llamaron la atención sobre la problemática del país; sus extraordinarias novelas dramatizaron la situación de una nación cuya vida política y social vivía momentos contradictorios de apatía y confusión.

España iba reduciéndose en tamaño, y no sólo geográfico. Al perder las colonias de América, cayó en una anemia espiritual, producida por la carencia de ánimo y de las ideas fertilizantes que la revolución industrial trajo consigo, contribuyendo a transformar las grandes naciones europeas. No olvidemos que Clarín vivió tres acontecimientos dramáticos de la historia española: la revolución liberal de 1868, la Restauración y la pérdida de las últimas colonias, en 1898.

Pasando del trasfondo intelectual del pensamiento de Clarín a su práctica crítica, se observa que fue prolífico escritor y periodista. Sus escritos se caracterizan por una punzante ironía, que se ensañó en cuantos escritores de mal gusto cayeron en sus manos, aunque también supo ensalzar los méritos de quienes lo merecían. Sus críticas de las novelas de Galdós constituyen un auténtico estudio moderno, el primero de los dedicados a don Benito: su talento analítico y su modernidad conceptual sirvieron para elevar la figura del novelista a la categoría de maestro, a la vez que descubrían en él una veta crítico-teórica. En Galdós (1912) se recogió mucho de lo escrito sobre este autor. Es el libro fundacional de la crítica galdosiana. La crítica que podemos adscribir a Clarín es la que dedicó a zaherir el mal gusto y la inepcia artística, mientras que a Leopoldo Alas le atribuiríamos la más seria y reflexiva que dedica a escritores y obras dignos de atención.

La mejor crítica de Clarín se encuentra en Solos de Clarín (1881), La literatura en 1881 (1882; en colaboración con Armando Palacio Valdés), Sermón perdido (1885), Folletos literarios (1886-91), Nueva campaña (1887), Mezclilla (1888), Ensayos y revistas (1892), Palique (1893), y Siglo pasado (1901). Varios investigadores han recogido la obra periodística del autor: Preludios de Clarín (1875-1880) (Jean-François Botrel, 1972), Obra olvidada, artículos de crítica (1882-1901) (Antonio Ramos-Gascón, 1973) y Clarín político, tomos I y II (artículos dedicados a temas sociales y políticos, escritos entre 1875-1901, Yvan Lissorgues, 1980). Los prólogos de Leopoldo Alas fueron recogidos por David Torres (1984).

La agresividad crítica de Clarín y el cortante filo de sus opiniones estéticas contrastan con la cautela con que aborda su labor creadora. Comenzó escribiendo cuentos cortos, en los que reflejó lo que el mundo y sus gentes ofrecían de interesante. La primera entrega fue Pipá (1879), novela corta influenciada por el naturalismo, que presenta en germen personajes que aparecerán en La Regenta (1884-85). La Revista de Asturias publicó en 1880, entre abril y junio, tres capítulos de Speraindeo, primer intento de novela, que nunca llegó a terminar.

Cuestión interesante sería determinar de dónde le viene la ambición y el impulso de escribir una novela como La Regenta. Quizá el de mayor significación le fue dado por el naturalismo, según el propio autor sugiere al reseñar la obra de Galdós; por ejemplo, al considerar La desheredada (1881), indicó las posibilidades que ofrecía, por la concepción de la novela naturalista y sus técnicas. Por otro lado, la temática epocal iba perfilándose y se repetía en formas parecidas, con variaciones formales en las diferentes novelas del momento.

El tema del adulterio, central en La Regenta, se rastrea en Madame Bovary, de Flaubert, O primo Basilio, de Eça de Queiroz, Ana Karenina, de Tolstoï, y La conquete de Plassans, de Zola, la obra que más se asemeja a la de Alas, aunque se le suele dar prioridad a Madame Bovary. Fenómeno digno de mención es el auge de la novela durante la década de los ochenta, con la aparición de una docena de obras relevantes de Galdós, Pardo Bazán, Ortega Munilla, Palacio Valdés y Pereda. Década áurea de la novela en el siglo XIX español, coincidiendo con la primera salida de Alas al campo de la narrativa extensa.

La Regenta es el resultado de una conjunción: la suma de flaubertismo (la novela autoconsciente) más naturalismo (visión «moderna» de la realidad, que permitía ver en profundidad), más las circunstancias propicias (el público quería novelas), más el interés del autor por lo ético (krausismo) y el deseo del artista de ser oído en toda España.

Todo ello dio lugar a la invención de un mundo ficticio y de un escenario cuyo referente es la ciudad de Oviedo (en la novela, Vetusta): la bella y sensible Ana Ozores, recién casada con el maduro Víctor Quintanar, ex regente de la Audiencia, se ve acosada por el donjuán de la ciudad, Álvaro Mesía, y por el magistral de la catedral, don Fermín de Pas. Acaba cediendo al cerco de don Álvaro, tras rechazar al sacerdote que tan apasionadamente la ama. Don Víctor, que descubre el adulterio, presionado por Pas, desafía a don Álvaro, y muere en el duelo. La novela resulta extraordinaria por el cuidado y detalle con que se presenta la vida de Vetusta y sus diferentes clases sociales; para la descripción del ambiente provinciano y del entramado de la vida colectiva, lo más naturalista de la obra, utiliza las técnicas más apropiadas, como el monólogo interior y el estilo indirecto libre, aptos para que la historia parezca contarse por sí misma -la narran los personajes- y para penetrar en el interior de los seres ficticios, en su sentir.

La segunda novela, Su único hijo (1890), es otra obra maestra; aunque menor que La Regenta en el número de registros temáticos, la iguala en el acierto con que usa los recursos técnicos. La novela ejemplifica a la perfección las asimilaciones que el género realizaba a expensas del teatro, el esfuerzo por dramatizar la realidad en una intensa representación de los sucesos. El narrador cede la palabra con frecuencia a los personajes con el fin de que la ilusión de realidad se intensifique. El argumento de Su único hijo es sencillo: un hombre débil y sin fortuna, Bonifacio Reyes, vive sometido a la voluntad de su mujer, Emma, que lo tiraniza. Se consuela con la música, a la que es muy aficionado; llega a la ciudad una compañía de ópera y Bonifacio es seducido por Serafina, tiple y amante del director de la compañía, que a su vez se relaciona íntimamente con Emma. Queda esta embarazada, pero ¿de quién? Bonifacio, movido por el impulso de la paternidad, afirma que el hijo es suyo, su único hijo.

Muchos y muy buenos cuentos y novelas cortas escribió Alas: El Señor y lo demás son cuentos (1892), Doña Berta, Cuervo y Superchería (los tres de 1892) y Cuentos morales (1896) son, posiblemente, los relatos más notables de la literatura española de su tiempo. Intentó, sin éxito, triunfar en el teatro; el estreno de Teresa (1895) fue un fracaso.

CLARÍN. "La crítica y los críticos"







Comentario


De manera epistolar Clarín redacta este artículo, manifiesto en el que vuelca sus pensamientos acerca de los críticos de su época.
Comienza con una metáfora en la sugiere que los críticos son como los siervos ignorantes de Moliere.
Plantea la carencia de conocimientos de los críticos y los pocos escrúpulos de los periódicos al publicarles. Habla de la falta de recursos lingüísticos y culturales de los mismos.
Señala punto por punto los problemas por falta de retórica, excesiva libertad gramatical desconocimiento de estética y erudición clásica. Se refiere directamente a escritores de su época con gran ironía y arrojo.
A continuación diserta sobre Oriente, China, Grecia y Roma como lugares que suenan y de los que se dicen cosas obvias aunque no se profundice en su literatura y cultura general. Acusa a los críticos de saber cuatro cosas básicas y hacer uso de ellas siempre, como un simple comodín. De no argumentar las críticas con criterio sino con sorpresa vana y análisis simple sobre los términos técnicos.
Tal y como lo hacia Larra en su entrevista de Fígaro con una aspirante a actriz, Clarín ironiza sobre el oficio del crítico completamente desvirtuado por la ignorancia y la ligereza de sus conceptos.
Sobre el final del artículo se nombra así mismo tan crítico como puede serlo cualquier otro que tenga mala leche. Habla en primera persona. Da su propia definición de criticar. “Criticar es murmurar.” Traslada estas afirmaciones sobre la crítica a la creencia del público y de los colegas. Dibuja un mundo de sombras y envidias alrededor de esta profesión donde todo es mala voluntad. Critica fuertemente y desde dentro dando una visión atroz del mundo literario de su época. Para cerrar, abre la puerta a la escritura de un futuro artículo.

Rosalía Martínez

CLARÍN. "Mar sin orillas"( Echegaray)










Teorización y tesis.

La extensa crítica de Clarín, en sus tres primeros párrafos sitúa al lector ante el panorama teatral del siglo XIX y su devenir desde el Siglo de Oro. Apunta las divergencias entre propuestas clásicas y románticas además de las influencias de dramaturgias extranjeras. Incluye al público en estas apreciaciones y señala el carácter político de sus componentes. Contextualiza.
En los tres siguientes párrafos critica a los críticos por no ser ni rigurosos ni consecuentes con la obra de Echegaray. Para él, este dramaturgo es un fenómeno teatral que merece detenido estudio, por lo menos.
En los siguientes fragmentos Clarín subraya la importancia del teatro de Echegaray en contraposición a las propuestas simoniacas y mojigatas. Lo enclava en su época y lo revaloriza por pertenecer a ese contexto de poco teatro intresante.



Análisis del espectáculo. Estructura.


A continuación ocupa más de una página en adentrarse en el análisis exhaustivo de la estructura formal de la obra, su lenguaje y su unidad. Destaca la incoherencia de las ligeras apreciaciones de los demás críticos a este respecto, evidencia sus contradicciones y las cuestiona con argumento firme.
Detalladamente, el crítico ocupa más de cinco páginas en contar el argumento completo de los tres actos de la obra, insertando pequeños comentarios subjetivos.
A continuación desarrolla el análisis punto por punto, señalando los aspectos positivos de la obra sin ocultar con la misma severidad sus partes débiles. Se adentra en materia escénica hablando ya no solo del texto si no de su puesta en escena y en el desempeño de sus ejecutores.



Reflexión personal.


Su análisis le lleva a reflexionar sobre los factores que hacen buena a una obra. ¿Qué es lo fundamental? Coincide con Hegel en que el “caracter” es la respuesta y argumenta por qué Echegaray consigue retratar un caracter completo que constituye la esencia de lo dramático. Argumenta esta esta tesis citando autores de renombre y manifiesta su ideal de teatro basado en la verosimilitud, entre otras cosas.
Finalmente aplaude y apoya el intento de Echegaray que aunque no perfecto tiene para él el valor de ser un teatro de nuevas formas, un teatro renovador. Rompe una vara por el autor definiéndolo como “genio” de una época cuyo nombre perdurará en la posteridad.
La crítica es rigurosa en cuanto al análisis y al conocimiento de la materia. Su estilo es severo y la comparación con otros críticos, siempre peores, le sirve para ahondar en sus propias razones y ponerse por encima, pero con rectos argumentos.

Rosalía Martínez