Yo, Fabricio, fui un niño tímido. Y siempre me quedaba asombrado al contemplar la soltura de los mayores para desenvolverse en todas las situaciones y conversaciones posibles. Les miraba y me decía “quiero ser mayor para hablar así y para hacer esto y lo otro”. No obstante, me parecían de lo más absurdos todos los problemas políticos y sociales que estas pacientes y diligentes personas ponían en juego. Así que me entretenía buscando soluciones sencillísimas, que siempre se basaban en la buena fe natural del hombre. Era un anarquista. Cuando llegaba a casa, pensando en estas cosas, mis oportunos padres me recibían con alguna tarea: “debes hacer esto” o “debes hacer lo otro”, entonces yo bajaba la cabeza y pensaba “qué ganas tengo de ser mayor de edad”.
Luego estaban los profesores. No dejaban de mandar deberes que yo no comprendía. Además me resultaba muy extraño tener que pasar la mitad de mi vida en un edificio en el que se me enseñaba a vivir. Yo quería decidir por mí mismo, pero es que sólo pensaba en los derechos y no en las obligaciones.
El tema del tabaco es una metáfora perfecta sobre esta cuestión del decidir. Como quería ser mayor y libre, viendo que todos los libres fumaban, un día decidí encender un cigarrillo. Recuerdo aquél día: aspiré mi primera bocanada de humo y tosí. Pero luego… que maravilloso sabor, y no es que el humo deje una sensación particularmente agradable en la boca, lo emocionante es el sabor de la madurez. Ahora fumo un paquete diario y tengo que decir que cada cigarro es como el primero. Y la tos también. Que sea decisión personal no está tan claro. No toso al aspirar el humo, es más bien una cuestión crónica. Y últimamente se han puesto de moda los puritos Reig, pero mis pulmones ya no son los que eran. ¡Ay de mí! Ojalá volvieran a estar limpios para poder ensuciarlos y sentirme mayor.
De pequeño ayudaba a cocinar en casa, y pensaba “¡qué placer!, de mayor quiero ser cocinero”. Luego me dediqué a actividades más serias. Y ahora, que soy independiente, pienso: “hacer la comida todos los días pasa de ser una obra de arte vanguardista a ser una rutina”, ¡qué placer todos los días!.
Una de las costumbres de mi generación era la de ir a las discotecas light a bailar o a fumar cigarros y compartir esas dudas acuciantes en tan inocentes años. Cuando entraba a un estanco para comprar tabaco me decían “por favor, el carné de identidad” y salía sin tabaco y pensando “qué ganas de ser mayor”.
Luego, en la discoteca pensada muy moralmente para ese grupo de niños, dentro del que uno nunca se sentía incluido, a decir verdad, porque se consideraba muy maduro, había que conformarse con bebidas sin alcohol como el azul con mora. Lo de la mora lo comprendía, pero nunca me hice a la idea de tener que beber azul, un líquido con nombre de color. Así que utilizaba todo el carisma de mi brillante madurez para convencer a mis acompañantes de alternar la discoteca infantil con un sórdido bar, donde bebíamos whisky y jugábamos mal al billar, mientras se nos hinchaba el pecho de adultos que éramos.
Ahora sería mejor para nuestra salud que en el estanco y en el bar nos tomaran por niños. Pero, ¡qué digo!, son los gobiernos los que, oportunamente, se preocupan por nuestra salud. Si ya me lo dice mi esposa:
- Fabricio, el tabaco te va a matar.
- No digas esas cosas – le suplico yo–, que luego se cumplen.
- Deberías dejarlo.
- ¡Ay! Qué recuerdos.
Y es que la fórmula del oráculo consejero es muy habitual. Como buen anarquista, siempre había sido partidario de inmiscuirme lo justo y necesario en los hábitos y principios morales de mis allegados, pero cuando te haces mayor debes aconsejar, si no te toman por un lobo estepario o un niño. Y yo quiero ser mayor, así que cuando mis amigos tienen algún problema, ahí estoy. Un día tomaba algo en un tugurio, disfrutando de la inactividad en esta época de crisis, juzgando quién tendría la culpa del colapso aéreo del país, en definitiva, exponiendo mi madurez. Respecto a lo de beber, ahora ya puedo tomar alcohol legalmente, pero su efecto es cada vez menos euforizante y más depresor. El ambiente estaba un poco cargado, mis compañeros callados. Uno de ellos pasaba una mala racha, despedido del trabajo, tragedia sentimental, divorcio… no encontraba un piso para compartir y estaba viviendo en una pensión. Como somos mayores, le recomendamos que llamara a un nuevo conocido que buscaba compañero. Parecía un poco oscuro el tipo, pero había que aconsejar. La cosa se animó, nos lo pasamos en grande, acabamos bailando encima de la barra del bar. Pero para mi amigo no habían terminado las desgracias, acabó viviendo con el oscuro y a los dos meses, éste le robo 300 euros que el pobre creía a buen resguardo. Si es que… -le dije yo- eres un inocente.
Menos mal que al final encontró un buen trabajo. Y es que esa es otra. Un buen trabajo es simplemente uno en el que no tengas que vender la mitad de las horas de tus días. Porque ser mayor no consiste en beber whisky y jugar al billar. Se basa en llevar a cabo esa rutinaria actividad que es comer todos los días. Y para ello, generalmente, trabajar en algo que no permite ningún tipo decisión trascendente.
¿Y si recupero la costumbre de pensar con sencillez y valentía? Sólo se trata de divertirse. Volver a ser inocente, como el niño de Heráclito, jugando junto al mar. Pero ¡no!, dicen los adultos, ¡qué tontería la poesía!, la vida es muy dura. Y yo ya tengo una edad, así que seriedad… je, je, je. ¡Que somos mayores!
Fabricio Barreiro
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