No es cierto que de niños queremos ser cosas que de mayores detestamos. No, en mi caso. De niña mi padre me plantaba dos coletas e íbamos juntos al teatro municipal para ver las obras infantiles de Caja Burgos. Desde ese instante supe que me dedicaría a la escena. ¡El teatro, ese esplendor!
Aunque debido a mi ciego e intelectual empeño por estudiar Filosofía y Letras, carrera que te permite dedicarte a cualquier cosa menos a lo que estudias, decidí labrarme un futuro prometedor como crítica teatral. Con la idea entre ceja y ceja hice las maletas y desembarque en Madrid dispuesta a comerme el mundo.
Aunque debido a mi ciego e intelectual empeño por estudiar Filosofía y Letras, carrera que te permite dedicarte a cualquier cosa menos a lo que estudias, decidí labrarme un futuro prometedor como crítica teatral. Con la idea entre ceja y ceja hice las maletas y desembarque en Madrid dispuesta a comerme el mundo.
Por culpa del escaso interés que despertaba el hecho escénico en mi pequeña ciudad de origen, acabe acudiendo ansiosa, tarde sí y noche también, a las más diversas salas y teatros de la capital como una espectadora más. Sin llamar la atención entre las avalanchas y las largas colas de los vestíbulos. Después de disfrutar de la función convenientemente elegida tomaba un nimio aperitivo con mis compañeros; hablando de los diálogos, la escucha y los decorados se nos pasaba la noche con la buena y animada charla. Entonces yo escribía unas insignificantes críticas que repartía por las escuelas de tan elevado arte y, gracias a la mediación de un amigo adulador, acabé haciendo una página web donde colgaba mis textos.
- ¡Qué bonito es el teatro, Irene! ¡Qué bonito!
- ¡El teatro, ese esplendor!
Así pasaba mis días de urbanita con estrecha economía, ¡tanto teatro! ¡tanto dinero! Una vida feliz e incompleta sin mayores sobresaltos. Hasta que... sonó en mi teléfono móvil la llamada de un periódico de tirada nacional: ¡ya soy crítica teatral! ¡seré conocida! por fin mi existencia se redondearía pasando de mandarina a naranja valenciana.
Pensaba que a partir de ese momento podría disfrutar de la entrada gratuita en los teatros, colarme en los pasillos, enterarme de comidillas y estar al corriente de todos los saraos, visitar los camerinos y, lo más importante, conseguir el respeto de los que yo ya consideraba mis compañeros. Entraba por la puerta grande y a mis pies se desplegaban espléndidas alfombras rojas. ¡Ya soy crítica teatral! como Don Mariano y encima cobrando, con la posibilidad de sanear mi débil economía.
Pero pasado un mes mis cuentas bancarias seguían igual de dañadas, las ojeras ya ocupan la mitad de mis mejillas y mi teléfono no paraba de sonar. ¡Ya soy crítica teatral! Entraba en los teatros gratis, sí, pero veía funciones que jamás pensaba ver.
- Irene, no seas tan dura. Han pagado por una buena publicidad. No podemos publicarlo así.
- Lo siento, no me había dado cuenta de que era publicista.
Ahora cada vez que entro en un teatro la gente me señala con el dedo, se levantan de sus asientos, se cuadran y me saludan como a un sargento ¡Ya soy crítica teatral!
Ahora soy yo la representación, incluso alguno gira su butaca, se ocultan: bostezar, toser... la importancia de los gestos. ¡Ya soy crítica teatral!
Ahora al salir del teatro voy corriendo hasta mi casa: escribo, corrijo y envió. Lo nimio se ha convertido en nulo y la buena charla y compañía ha mutado en ordenador portátil, más silencioso y sin tanto humo. ¡Ya soy crítica teatral!
Ahora mis amigos son actores. ¡Ya soy crítica teatral!
Ahora me invitan al tentempié los sábados y los domingos, aunque luego una se entera -fíjese- de que con la izquierda coge el cuchillo y con la derecha el tenedor ¡incluso de que no sabe sorber la sopa!
- Irene, hay que ser correcta. Este final lo tenemos que cortar.
¡Qué bonito es el teatro! ¡Ya soy crítica teatral!
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