- Fígaro e Irene en la sala de los suicidados-
Voy a ser sincera, esperaba otra cosa; algo un poquito más acogedor. Eché una rápida ojeada para ver si encontraba a Pedro con su madeja de llaves y sólo vi una monja vieja, con hábito de carmelita, que era la que organizaba aquellos días el cotarro. Luego me enteré que era Santa Teresa de Ávila, con tan mala leche que le habían puesto a trabajar el día de su cumpleaños de cielo; el otro, el de la tierra, es una festividad que por aquí no está muy de moda: los recuerdos pueden hacerte la existencia imposible.
Decidí entonces acercarme a preguntar, algo contrariada, y observé como le seguía un apuesto joven con dejo francés y cabeza abierta, de la que goteaba un pequeño hilillo de sangre caliente.
- Perdone, madre, ¿podría decirme donde me hallo?
- Hija mía, ¿no se ha dado cuenta?, está aquí por haber hecho lo que ha hecho. ¿Cómo se le ocurrió? Es el Señor el que predispone nuestra hora y sólo Él.
- Lo siento de veras, madre. Vivía sin vivir en mi.
- ¡Ay! Alma de cántaro -me dijo- nunca cambiaréis lo que ya está escrito. Este es el paraje al que vienen todos los que atentan contra la vida del Altísimo. Tendrás que esperar aquí hasta que llegue la hora de tu juicio. Ponte cómoda.
- Espero, Ilustrísima, que por aquí la justicia sea más rápida que allá abajo. Disculpe mi impertinencia, pero podría decirme quién es ese hombre. Me resulta terriblemente familiar -le pregunté.
- Es Don Mariano, buena gente. Me está echando una mano en estos días de jaleo. Nos conocíamos de antes, vínculos con la tierra.
En ese momento miré a mi alrededor y descubrí que aquello era una auténtica casquería: muñecas abiertas, grandes charcos de vómito, puñales en el pecho y un par de antorchas humanas aún humeantes; ¡todo un rosario en pena!
Como no tenía más remedio que esperar, decidí matar mi tiempo entablando conversación con el joven y mítico Fígaro, más que nada por aquello de los vínculos teatrales, además de mi ferviente admiración juvenil. He de aclarar que ya desde el principio nuestra relación no tuvo nada que ver con aquella fama de huraño que arrastró en vida.
- No sabe usted Don Mariano cómo le aprecio y admiro, pero dígame, sin ofenderle, ¿cómo se atrevió usted? Hombres de su ilustre talante nunca sobran.
- Hija, aquí estamos en las mismas condiciones, no se gasté usted tanta finura -respondió con media sonrisa-, tengo que reconocer que se me echó encima el mundo; al final, los amores son lo que hacen más daño.
- No sabe cómo le entiendo. Todos cometemos errores, fíjese, yo misma sin ir más lejos. Cuénteme, maestro, ¿cómo pasa sus días por aquí? ¿práctica usted algún pasatiempo?
- Pocas ocupaciones, pocas; la existencia es bastante relajada. Algún paseo, algún vino con mis amigos... no nos engañemos, ligeramente aburrido. Allí tiré la toalla y empecé a verlo como un cementerio; por intentar ir al norte, fui al sur, con anteojos negros perdí la fe en los hombres...
- Veo que no ha perdido ni un ápice de su ingenio, pero permítame que se lo diga, sin ánimo de causar molestia alguna, era usted algo cascarrabias.
- Hay que estar ocupado en algo, mujer -dijo después de una sonora carcajada- No hay nada mejor que perder el tiempo en lo que uno cree. Pensé que incluso yo mismo podría mejorar.
- En realidad, Don Mariano, no hizo usted cosa diferente a lo que dictaba el espiritu de su tiempo. Le tocó lidiar con una época difícil.
- Hablando con unos y con otros, desde aquí arriba me he dado cuenta que las épocas son difíciles para todos, cada una tiene lo suyo, no se crea -y después de un largo silencio, añadió- ¿cómo siguen la criaturas por la tierra?
- Tampoco seré yo la que le mienta. Como bien sabe, no ha cambiado mucho la vida por allá abajo. El publico sigue siendo el mismo público, la administración te despacha con el cambie usted de ventanilla, la justicia es aliada de las tortugas y los reyes y políticos de las cigarras... imagínese, ¡un auténtico cementerio!
- ¡Quite, quite, por Dios! A mi ya se me han ido aquellos pájaros de la juventud -me recriminó-. Mejor vivir en el Campo Santo que la existencia etérea de aquí arriba. ¿Conocé Las Moradas, de la monja?
- Por supuesto, Don Mariano -me apresuré a contestar.
- La vida de allá abajo es así, un camino. Siempre será mejor hablar que coser la boca, expresar tus ideas allá... porque aquí ya no encuentran interlocutor al que satisfagan. Desgraciadamente, ahora no hay nada que hacer; allá abajo, aunque sólo sea un poquito, todavía ha de quedar gente interesada, ¿no?
- Siempre me sorprendió usted con sus sabias palabras. Tiene razón, las cosas caminan mal, pero...
- Siempre será mejor hablar que cerrar los ojos, ¿no le parece? -dijo sin dejarme acabar.
Algo cansado por culpa de la larga conversación, me despedí de él. Hasta pronto, le dije; a lo que me respondió: “eternamente”. Parece que mi existencia aquí va a ser algo aburrida, en la tierra aún se podía patalear como un niño chico, pero ¿aquí qué vas a hacer? ¿morir eternamente de aburrimiento? Don Mariano fue siempre un hombre inteligente, lo que hay que hacer es agarrarse a un clavo ardiendo y no enmudecer. Confiar en el tiempo de allá abajo y no rendirse. Aprender del joven y no del apresuradamente viejo. ¡Salud y libertad! que dirían otros.
¡Lástima que yo ya no pueda, pero vosotros todavía sí! Aprenderos la lección: no callar. Adelante música.
Irene Ochoa
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