Había pasado el tiempo, y después de varias tardes de vinos, dominó y cartas, empezamos a llevarnos bien. Charlábamos sobre teatros, periódicos, sobre su época y sobre la mía; sobre Castilla y sobre Madrid, me hablaba de sus amigos viejos y nuevos, de un larguirucho periodista maltés, de una jovenzuela aún en edad de merecer y de un actor gordo, gordo como un muñeco de nieve.
Se puede decir que en poco tiempo había conseguido hacerme un pequeño hueco entre su comparsa de siempre. Llegué a entablar conversación con Ramón Gómez de la Serna y con el joven Lorca, incluso asistía a las largas sesiones de meditación impartidas por John Cage de la mano de un desmejorado Mishima. Todos los pequeños placeres que se podían obtener por aquí eran poco a poco catados y degustados por una servidora que, en escaso tiempo, había conseguido que su nombre sonase entre las celebridades que vagan por estos lares.
Con suerte, debido a que tales excepciones no están previstas para los nuevos inquilinos, y gracias a la ayuda de mis nuevas amistades, pude conseguir un salvoconducto firmado por el mismísimo San Pedro y hacer una visita al Madrid que había dejado atrás una triste tarde de octubre. Decidí que mi nuevo ilustre amigo sería una buena compañía para tal menester. Algo excitada y nerviosa corrí a proponérselo y a él, en otra época amigo de los viajes, no le importo acompañarme, después de algunos titubeos.
Desde las alturas, lo primero que hicimos fue pasarnos por la Calle Bailén, justo enfrente de la catedral de la Almudena, para enseñar al todavía fresco periodista el busto que le homenajea y que nunca pudo imaginarse cuando paseó por estas calles. Al principio no se reconoció, algo normal para el que lleva doscientos años sin tener una imagen corporal, pero luego le pareció gracioso, una más de las contradicciones de la vida: cuando estás vivo te rechazan y una vez fiambre, espichado, con la pata tiesa no paran de sonar y resonar los aplausos. Encontró todo muy cambiado, le extrañó la vestimenta madrileña, los transportes y las grandes lombrices mecánicas que atravesaban la ciudad de cabo a rabo.
Después de pasear cerca del Teatro Real, de surcar los Jardines de Sabatini, del Cabo Noval y de Lepanto paramos en la Plaza de España para recoger una instantánea del Quijote y su escudero, que mostraríamos, una vez de regreso, al afamado escritor complutense alcalaíno.
Recorrimos la Gran Vía deteniéndonos en las fachadas de todos los teatros, alguna lagrimilla le vi soltar de refilón aunque, siempre fino e impasible, se apresuró a echar la culpa al viento sucio y al ruido de asfalto que recorría la ciudad. ¡Cómo echaba de menos todo aquello! Al salir a la Calle Alcalá y recorrer el Paseo del Prado, dirección la cuesta de Claudio Moyano, para adentrarnos en los Jardines del Retiro, le oí susurrar una frase que nunca quiso volver a repetir.
Entre las casetas de libros de viejo y segunda mano, con una gorra negra y bufanda gris, nos encontramos con el larguirucho periodista y crítico de teatro que decidió acompañarnos a refrescar nuestras gargantas con un buen chato de vino del barrio de Lavapiés. La conversación amena hizo que el tiempo, como nosotros, volara y Don Julio José de Faba se ofreció como guía perfecto de los Jardines del Buen Retiro. Las anécdotas, chascarrillos y cotilleos con los que ilustró nuestra visita hicieron cambiar mi punto de vista sobre la historia y el interés de esta mole de cemento que pensaba que era Madrid.
En un abrir y cerrar de ojos se nos había acabado el día. Después de despedir a nuestro lazarillo y acordar con él una copita de anís una vez de regreso allá arriba, decidimos acabar nuestro paseo madrileño en el Panteón de Hombres Ilustres, donde descansan los restos, arropados por los de Gómez de la Serna, de mi buen acompañante. Lugar insoslayable de las letras chulapas.
Algo cansados, después de las apasionadas aventuras del día, nos sentamos encima de la lápida del joven suicidado y antes de que nos diese tiempo a repasar nuestro camino incorpóreo por la capital vimos como se acercaban, con un ramo de violetas, unos jóvenes aprendices de crítico, acompañados por el que imaginamos sería su profesor. Ellos creyeron que hablaban a una piedra, pero realmente era Larra el que los estaba escuchando. Pude ver como una lagrimilla volvía a brotar de sus intemporales pupilas.
De regreso a casa, en un camino de meditación y silencio -a la par de la sesiones de Cage-, Don Mariano José de Larra me dijo: “No esperaba ver todo aquello así, apenas pude reconocerlo. He pasado un buen día, gracias. Pienso que la gente de este tiempo comete los mismos errores que la del mío y no creo que me equivoque, pero también he visto pequeñas razones para seguir manteniendo la esperanza”.
Mi amigo siempre fue y será un romántico, le di un beso en su frente sangrienta, le deseé buenas noches y me despedí de él hasta mañana con la fotografía de Don Quijote en mi bolsillo. Mientras haya gente que lo recuerde, podremos dormir tranquilos.
Irene Ochoa
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