Ernesto Sábato nació hace cien años. Un 24 de julio de 1911, en Rojas, Buenos Aires. Entre 1940 y 1943 trabajó en la Universidad de la Plata y colaboró en un postgrado de Relatividad y Mecánica Cuántica. Físico por estudios oficiales, se lanzó también a la aventura de comprender la realidad y transformarla a través de las palabras, cultivando la literatura, la acción, el detalle.
Sus novelas célebres: El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abaddón el exterminador. En ellas se aventuró a relatar la fatalidad y la oscuridad de la vida. En sus ensayos filosóficos y políticos diseccionó la materia, contempló los engranajes de la civilización. Miró fijamente. A los ojos. Sin miedo. Pero no creemos que dejará nunca de soñar.
Podemos aventurarnos a decir que fue un hombre exigente – su longevidad lo atestigua –, que buscó la bondad y la belleza en los rincones del entorno, hacia dentro, en las arrugas de la ancianidad, en el llanto de un bebe, en todas partes sin exclusión. Nos aventuraríamos incluso a suponer que no las encontró, si no fuera por la embriaguez de esa ilusión demencial, que nos transmitió a muchos, durante días en los que un libro llega a las manos como caído del cielo. La resistencia, leída oportunamente puede ser todo un consejo revitalizante de un abuelo hermosamente sabio, cartas para el futuro, para los niños que dejan de serlo, cuando comienzan a derrumbarse las ideas ingenuas y los que quieren vivir empiezan construyendo sobre el barro. O un canto a la inocencia.
Dicen los periódicos que pasó los últimos tiempos deprimido, encerrado, pintando y escuchando música. Gozando entonces, en cierta manera. Casi una centena da para mucho, aunque seguro que su amor por la vida le haría sentir deseos de más, seguro. Deseamos que esa depresión no fuera sino una calma serena. Defendió sin tregua que no deberíamos desechar el placer de las pequeñas cosas, por eso podemos creer en un final plácido, imaginar su rostro inerte con una sonrisa de sabiduría. Sabía que la vida es difícil y corta. Pero creía en el futuro, en la esperanza. Decía preferir contemplar un paisaje a verlo por la televisión, o una conversación comprometida a hacer zapping.
No son suficiente homenaje estas palabras, pero son sinceras. A veces ocurre que un alma lúcida escribe. Y su letras, mágicamente, son para otros experiencia y educación. Seguro que podemos aventurarnos a decir que Ernesto Sábato es un ser de esos que con su simple presencia contagian a los demás bondad, valentía y verdad. Traemos aquí la palabra alma, y afirmamos que Sábato es, en presente, que está, tal vez en dios o en la naturaleza, donde sea. En la memoria, en las obras, en el entusiasmo. Parece ser que quiso acabar siendo anarco-cristiano. Pudo ser un sencillo consuelo metafísico, unas palabras bellas. Quién sabe. Adoraba la sencillez. Sin duda, quiso insuflar alma en el acero y en las estadísticas. Amaba la belleza, amaba al ser humano. Leámosle. Es la mejor forma de honrarle.
Fabricio Barreiro
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