Los hijos se han dormido. Texto y dirección: Daniel Veronese. Elenco: Claudio Da Passano, María Figueras, Berta Gagliano, Ana Garibaldi, Fernán Miras, Osmar Núñez, María Onetto, Carlos Portaluppi, Roly Serrano y Marcelo Subiotto. Escenografía: Alberto Negrín. Iluminación: D. Veronese y Sebastian Blutrach. Teatro San Martin.
Chejov escribía, según sus propias declaraciones, “comedias”,
pero que se convertían en profundos
dramas al pasar por las manos del director. Aun así, sus piezas no pararon de montarse asiduamente por
compañías de todo el mundo hasta nuestros tiempos. Los conflictos que presenta son humanos, universales y por ende contemporáneos.
Hallar la sutilidad del humor, evidenciar la ironía enclavada en
el subtexto, la esencia de la aristocracia rusa, y conseguir plasmarlo
ajustadamente en la puesta en escena, es una tarea ardua en la que muchos
fracasan. Sin embrago Daniel Veronese, pope del teatro porteño, supera con
destreza el desafío, haciéndolo por su supuesto, a su manera. El actor,
dramaturgo y titiritero, que empezara su carrera allá por los noventa con sus
originales montajes del Periférico de Objetos, se ha ido decantando por la
dirección de escena, natural y
exitosamente. Suele tener varias obras simultáneamente en la cartelera de
Buenos Aires y el público que acude a verlas sabe que son garantía de calidad.
Presenta en esta ocasión en el Complejo Teatral San Martin Los hijos se
han dormido. Luego de sus experiencias con versiones
sobre Ibsen y Chejov, montajes que participaron
de innumerables festivales internacionales, Veronese pone en escena una nueva y
libre adaptación de La gaviota de
Chejov.
¿Dónde radica su acierto?
El director omite algunos personajes secundarios,
retoca el diálogo, corta soliloquios y párrafos explicativos, pero la trama de
la obra original es fácilmente reconocible, con todos sus conflictos. Amores
equivocados, incomunicación, pérdidas, historias de personas que parecen
deprimentes. El hallazgo sin embargo está en encontrar en estos personajes esa
energía vital que a pesar de todo les permite seguir viviendo, y que se traduce
en un ritmo ágil y entretenido que traiciona esa idea de atmósfera chejoviana
en la que parece que no pasa nada. Veronese evidencia el subtexto de tal forma
que las acciones internas de los personajes son vertiginosas, los arcos de los
personajes ricos y llenos de matices, los caracteres estridentes. La
incomunicación se desprende de esa hiperactividad de los personajes que deviene
en un reflejo fiel de la sociedad contemporánea. Hemos de reconocer que el
elenco que encarna a estos seres no puede ser mejor, y que el director exprime a
cada uno de ellos, siempre apuntando hacia la verdad. La interpretación ahonda
en las singularidades de cada personaje, pero el código es homogéneo. Se puede
afirmar que ningún actor está mejor que otro y que todos están afinados en la
armonía de la obra. No hay artificios ni adornos, no hay caprichos de director.
La escenografía es un espacio único con
dos puertas y una ventana hacia un lugar aludido, de donde los personajes
entran y salen modificados. La iluminación y el vestuario, como en todas las
obras de Veronese son sencillos y funcionales. La apuesta del montaje descansa
en los actores, en su maravillosa interpretación, y en esa fina mirada de un
director que apuesta al teatro por encima de todas las teorías dichas y
redichas y que traiciona hasta al autor en pos de que el espectador no se
duerma. Y es que, él mismo afirma que si Chejov viviera hoy modificaría el mismo sus
textos y seguramente tiene razón.
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