Deseo de ser infierno. De: Zo Brinviyer.
Dirección: Antonio Laguna. Sala Valle Inclán. RESAD.
Desde los clásicos el teatro ha apelado a las formas poéticas para ser expresado y desde entonces ha existido el debate de si la puesta en escena es capaz o no de hacer justica a las palabras escritas.
Las nuevas
tendencias de dramaturgos egresados de la RESAD apuntan a un tipo de escritura
de alto contenido poético. Extraen personajes que habitan en la conciencia colectiva,
los desmiembran y crean situaciones ficticias ahondando en sus más profundas miserias.
Textos donde los personajes hablan mucho de sí mismos, de lo que les gusta de
lo que no, de sus deseos y frustraciones. Textos que no desean una interpretación
realista.
Zo Brinviyer
y su obra El deseo de ser infierno recicla a Billy the Kid y al entorno del western
para crear una trama intensa y ultra violenta. Desentierra el infierno personal
de los personajes y nos describe el horror con bellas construcciones
sintácticas. Sin embargo el horror es el horror y esa es la esencia que se desprende
de sus palabras en una suerte de árido y musical ensueño.
El texto
tiene fuerza, pero resulta por momentos ridiculizado debido a algunas interpretaciones
excesivamente afectadas. La emoción exacerbada va en detrimento del trabajo de unos
actores que se dejan la piel y la ropa, ya que pasan gran parte de la obra
desnudos. Una dirección equivocada, abocada una interpretación obvia, poco
apropiada. La conmoción melodramática de
la actuación redunda con la retórica de la palabra y ante tanta lágrima y
gemido dan ganas de cerrar los ojos para concentrarse sólo en el texto. Los
momentos más luminosos aparecen justamente cuando la actuación está desprovista
de afectación y se torna más sincera. Se limita a la acción explícita, a lo que
sucede. Entonces los hechos atraviesan al espectador y lo conmueven, pero a los
largo de más de dos horas de obra estos momentos se desvanecen.
La escena con
recursos simples se divide en tres planos. Un cambio de luz es suficiente para
pasar de un internado con cuatro reclusos menores de edad a un exterior donde
una mujer viril se desgarra a monólogos. En un plano meta teatral, un Billy músico,
mayor (tengamos en cuenta que Billy the
Kid murió a los 21 años) funciona como hilo conductor. Deambula por la
escena sin ser visto, siempre risueño y superior ante los deplorables estados
de ánimos de los demás. La música, que este espectro produce al piano es
enérgica y vital. Se contrapone a la pérdida de los vivos. Este contrapunto que
intenta aligerar la atmósfera se mantiene hasta el final de la obra. Esta finaliza
con unos saludos de pistoleros festivos, inversamente proporcional a los
aplausos leves de un público congelado por la ya conocida falta de calefacción
de la sala A.
A pesar de
ser un espectáculo plagado de supuesto dolor, trance no hubo, ritual tampoco. Hubo
un tiempo en el que la gente no sabía leer y el teatro era una fuente de transmisión
de cultura inigualable. Hubo un tiempo en que el teatro era arma de lucha,
denuncia, rebelión. Hubo un tiempo en que fue hermoso. Quizás es este un tiempo
de preguntarse para qué es este teatro. ¿Es teatro para ser leído?
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