sábado, 23 de junio de 2012

El por qué de la crítica de teatros




Había una vez una vieja gorda que comía pipas a la puerta de su casa y toda la gente que pasaba por la acera, disimuladamente, se reía de ella; porque según decían, no servía para nada. Pero un día se quedó encajada en la silla y a partir de ese momento, caminaba con una silla plegable pegada a su trasero. Y la gente empezó a no ponerse la mano en la boca para mofarse de su aspecto.
Si iba a los toros, la vieja, llevaba su propio asiento y si iba al teatro, su butaca, y si hacía cola en la pescadería conseguía que no se la cansarán las piernas. Como siempre la veían sentada, sus vecinas creían que se pasaba el día entero tumbada a la bartola, cuchicheaban a sus espaldas y se metían con ella porque pensaban que era una inútil.
Un día, un hombre que acaba de llegar al pueblo, se ofreció a desencajarla, pero ella se negó con rotundidad. Nadie se atrevió a preguntarle por qué, porque quizá sería algo embarazoso y no querían que les avergonzase. Se inventaron que la vieja era mala y se pasaba el día conjurando en contra de ellos.
Más tarde, mientras esperaba su turno en los ultramarinos, un niño pelirrojo le preguntó; señora, ¿por qué no quiere levantarse?; y, rápidamente, su madre le llamó la atención y pidió dos latas de sardinas para la cena de la noche. Pero la señora, vieja y gorda y con una silla en su trasero, arrancó lentamente a reír y luego dijo; porque he aprendido. ¿Aprendido?, ¿aprendido, a qué?, dijo la mujer extrañada pagando las conservas, -más de tres perras gordas por cada una-. He aprendido a mirar, dijo la vieja, a preguntarme el porqué de las cosas, igual que su muchacho. ¿Y eso para qué sirve?, respondió el hijo impaciente. Y la vieja contestó: sirve para que los demás también comiencen a hacerse preguntas.
Y entonces la gente comenzó a preguntarse muchas cosas y volvieron al tendero loco y le obligaron a que comprase mejores castañas, no trajese las manzanas podridas de gusanos o bajase los precios del atún en aceite. Ahora, los vecinos del pueblo sabían qué les gustaba y sabían porqué les gustaba y apreciaban los pescados frescos, antes que las truchas de criadero, y nunca más se rieron de la vieja pelleja con una asiento pegado a su trasero, sino que se reunían en torno a ella para que les enseñase a mirar. Y la mujer, sin resquemor alguno, les enseñó. Y todos fueron muchos más felices y a partir de aquel instante aprendieron cosas nuevas cada día.

Irene Ochoa

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