En la vida todo es verdad y todo mentira. De: Pedro Calderón de la Barca. Versión y dirección: Ernesto Caballero.
Elenco: Carmen del Valle, Ramón
Barea, Karina Garantivá, José Luis Esteban, Iñaki Rikarte, Jorge Machín, Paco
Ochoa, Jorge Basanta, Jesús Barranco, Carles Moreu, Miranda Gas, Sandra Arpa,
Diana Bernedo, Marta Aledo, Georgina de Yebra, Borja Luna, Paco Déniz. Teatro
Clásico. Madrid.
En la vida todo es verdad y todo mentira,
obra con la que Calderón obsequió a Felipe IV en 1659, no importa otra realidad
más que la creada en el escenario y, luego, si quiere, que el público
establezca las analogías necesarias, que haberlas haylas. Ejemplos de buen y
mal gobierno; es preferible indultar al culpable, que castigar al inocente,
etcétera, etcétera. Como la época lo requería, también hay pequeñas píldoras de
alabanzas al rey; nada importante.
Imaginarán
por el título que el tema es absolutamente barroco, no se equivocan; recordemos
Lo fingido verdadero de Lope de Vega,
por no ir más lejos, o La vida es sueño
del propio Calderón; más que prima, hermana de este texto: comparten temas,
imágenes y referencias. La dramaturgia del poeta no es fácil de seguir para el
público neófito en estas lides, aunque, en general, y gracias a la versión, se
puede seguir el argumento con relativa facilidad. ¿Es toda la vida una
apariencia?
La
puesta en escena que firma Ernesto Caballero, nuevo director del Centro
Dramático Nacional, fija su mirada acertadamente en el juego teatral, en la
convención y en el mundo que se genera encima de las tablas. Crea diferentes
universos para cada una de las jornadas, baste como ejemplo la segunda, cuando
el escenario se transforma, con aires de aristocracia inglesa y juegos de polo,
en un espacio onírico donde trascurre un año, en un solo día; ¿es todo esto
posible? En teatro, por suerte, sí.
Como
se componen los coros, como se cantan algunos de los parlamentos o como aparece
la música en directo; son, en general, aciertos de la puesta en escena. No
estamos tan de acuerdo con los abusados efectos sonoros, la proyección de
determinados actores o el excesivo eclecticismo estético; pero no es algo que
ensombrezca un buen texto, llevado a escena de forma notable.
La
metateatralidad: introducida en el prólogo, para el espectador menos atento,
recorre toda la obra. Tampoco se deja de lado la comicidad; ejecutada con
acierto por dos personajes paletos. Quizá lo menos reseñables sea el decir del
verso, aunque en esto haya muchas escuelas, excesivamente prosificado y con
diferencias notables entre actores. Destaca la interpretación de Ramón Barea e
Iñaki Rikarte; por encima del resto.
La
escenografía, diseñada por José Luis Raymond, con guiños a la tramoya del siglo
áureo, camina a favor de la lectura del texto de forma impecable: telones y
puertas, además de pocos y sintetizados elementos. La iluminación ayuda a crear
la atmósfera, junto a un vestuario muy teatral, de forma cuidada y sutil.
El
público aplaudió, aunque en la puerta se escuchasen cuchicheos a favor de todos
los bandos: me gusta/no me gusta. Al final, el que salió ganando fue el teatro.
¿Tiene sentido seguir montando autores del Siglo de Oro español? Ustedes
deciden si quieren olvidar la verdadera naturaleza del hecho escénico,
desgraciadamente vapuleada por algunos de nuestros contemporáneos. Tienen la
última palabra.
Irene Ochoa
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